Me he acostumbrado a ordenar los recuerdos de mi vida con un cómputo de novios y de
libros. Las diversas parejas que he tenido y las obras que he publicado son los mojones que
marcan mi memoria, convirtiendo el informe barullo del tiempo en algo organizado. “Ah,
aquel viaje a Japón debió de ser en la época en la que estaba con J., poco después de
escribir Te trataré como a una reina”, me digo, e inmediatamente las reminiscencias de
aquel periodo, las desgastadas pizcas del pasado, parecen colocarse en su lugar. Todos los
humanos recurrimos a trucos semejantes; sé de personas que cuentan sus vidas por las casas
en las que han residido, o por los hijos, o por los empleos, e incluso por los coches. Puede
que esa obsesión que algunos muestran por cambiar de automóvil cada año no sea más que
una estrategia desesperada para tener algo que recordar.
Mi primer libro, un horrible volumen de entrevistas plagado de erratas, salió cuando
yo tenía 25 años; mi primer amor lo suficientemente contundente como para marcar época
debió de ser en torno a los veinte años. Esto quiere decir que la adolescencia y la infancia
se hunden en el magma amorfo y movedizo del tiempo sin tiempo, en una turbulenta
confusión de escenas sin datar. En ocasiones, leyendo las autobiografías de algunos
escritores, me pasma la cristalina claridad con que recuerdan sus infancias hasta en el más
mínimo detalle. Sobre todo los rusos, tan rememorativos de una niñez luminosa que
siempre parece la misma, llena de samovares que destellan en la plácida penumbra de los
salones y de espléndidos jardines de susurrantes hojas bajo el quieto sol de los veranos. Son
tan iguales estas paradisíacas infancias rusas, en fin, que una no puede menos que suponer
que son una mera recreación, un mito, un invento.
Cosa que sucede con todas las infancias, por otra parte. Siempre he pensado que la
narrativa es el arte primordial de los humanos. Para ser, tenemos que narrarnos, y en ese
cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos
engañamos. Lo que hoy relatamos de nuestra infancia no tiene nada que ver con lo que
relataremos dentro de veinte años. Y lo que uno recuerda de la historia común familiar
suele ser completamente distinto de lo que recuerdan los hermanos. A veces intercambio
unas cuantas escenas del pasado con mi hermana Martina, como quien cambia cromos: y el
hogar infantil que dibujamos una y otra apenas si tiene puntos en común. Sus padres se
llamaban como los míos y habitaban en una calle con idéntico nombre, pero eran
indudablemente otras personas.
De manera que nos inventamos nuestros recuerdos, que es igual que decir que nos
inventamos a nosotros mismos, porque nuestra identidad reside en la memoria, en el relato
de nuestra biografía. Por consiguiente, podríamos deducir que los humanos somos, por
encima de todo, novelistas, autores de una única novela cuya escritura nos lleva toda la
existencia y en la que nos reservamos el papel protagonista. Es una escritura, eso sí, sin
texto físico, pero cualquier narrador profesional sabe que se escribe, sobre todo, dentro de
la cabeza. Es un runrún creativo que te acompaña mientras conduces, cuando paseas al
perro, mientras estás en la cama intentando dormir. Uno escribe todo el rato.
Llevo bastantes años tomando notas en diversos cuadernitos con la idea de hacer un
libro de ensayo en torno al oficio de escribir. Lo cual es una especie de manía obsesiva para
los novelistas profesionales: si no fallecen prematuramente, todos ellos padecen antes o
después la imperiosa urgencia de escribir sobre la escritura, desde Henry James a Vargas
Llosa pasando por Stephen Vicinzcey, Montserrat Roig o Vila-Matas, por citar algunos de
los libros que más me han gustado. Yo también he sentido, en fin, la furiosa llamada de esa
pulsión o ese vicio, y ya digo que llevaba mucho tiempo apuntando ideas cuando poco a
poco fui advirtiendo que no podía hablar de la literatura sin hablar de la vida; de la
imaginación sin hablar de los sueños cotidianos; de la invención narrativa sin tener en
cuenta que la primera mentira es lo real. Y así, el proyecto del libro se fue haciendo cada
vez más impreciso y más confuso, cosa por otra parte natural, al irse entremezclando con la
existencia.
La conmovedora y trágica Carson McCullers, autora de El corazón es un cazador
solitario, escribió en sus diarios: “Mi vida ha seguido la pauta que siempre ha seguido:
trabajo y amor”. Me parece que también ella debía de contabilizar los días en libros y
amantes, una coincidencia que no me extraña nada, porque la pasión amorosa y el oficio
literario tienen muchos puntos en común. De hecho, escribir novelas es lo más parecido que
he encontrado a enamorarme (o más bien lo único parecido), con la apreciable ventaja de
que en la escritura no necesitas la colaboración de otra persona. Por ejemplo: cuando estás
sumido en una pasión, vives obsesionado por la persona amada, hasta el punto de que todo
el día estás pensando en ella; te lavas los dientes y ves flotar su rostro en el espejo, vas
conduciendo y te confundes de calle porque estás obnubilado con su recuerdo, intentas
dormirte por las noches y en vez de deslizarte hacia el interior del sueño caes en los brazos
imaginarios de tu amante. Pues bien, mientras escribes una novela vives en el mismo estado
de deliciosa enajenación: todo tu pensamiento se encuentra ocupado por la obra y en cuanto
dispones de un minuto te zambulles mentalmente en ella. También te equivocas de esquina
cuando conduces, porque, como el enamorado, tienes el alma entregada y en otra parte.
Otro paralelismo: cuando amas apasionadamente tienes la sensación de que, al
instante siguiente, vas a conseguir compenetrarte hasta tal punto con el amado que os
convertiréis en uno solo; es decir, intuyes que está a tu alcance el éxtasis de la unión
fusional, la belleza absoluta del amor verdadero. Y cuando estás escribiendo una novela
presientes que, si te esfuerzas y estiras los dedos, vas a poder rozar el éxtasis de la obra
perfecta, la belleza absoluta de la página más auténtica que jamás se ha escrito. Ni qué decir
tiene que esa culminación nunca se alcanza, ni en el amor ni en la narrativa; pero ambas
situaciones comparten la formidable expectativa de sentirte en las vísperas de un prodigio.
Y por último, pero es en realidad lo más importante, cuando estás enamorado
locamente, en los primeros momentos de la pasión, estás tan lleno de vida que la muerte no
existe. Al amar eres eterno. Del mismo modo, cuando te encuentras escribiendo una novela,
en los momentos de gracia de la creación del libro, estás tan impregnado por la vida de esas
criaturas imaginarias que para ti no existe el tiempo, ni la decadencia, ni tu propia
mortalidad. También eres eterno mientras inventas historias. Uno escribe siempre contra la
muerte.
De hecho, me parece que los narradores somos personas más obsesionadas por la
muerte que la mayoría; creo que percibimos el paso del tiempo con especial sensibilidad o
virulencia, como si los segundos nos tictaquearan de manera ensordecedora en las orejas. A
lo largo de los años he ido descubriendo, por medio de la lectura de biografías y por
conversaciones con otros autores, que un elevado número de novelistas han tenido una
experiencia muy temprana de decadencia. Pongamos que a los seis, o diez, o doce años, han
visto cómo el mundo de su infancia se desbarataba y desaparecía para siempre de una manera violenta. Esa violencia puede ser exterior y objetivable: un progenitor que muere,
una guerra, una ruina. Otras veces es una brutalidad subjetiva que sólo perciben los propios
narradores y de la que no están muy dispuestos a hablar; por eso, el hecho de que en la
biografía de un novelista no haya constancia de esa catástrofe privada no quiere decir que
no haya existido (yo también tengo mi duelo personal: y tampoco lo cuento).
Y así, los casos de los que se tienen datos objetivos suelen ser historias más o menos
aparatosas. Vladimir Nabokov lo perdió todo con la revolución rusa: su país, su dinero, su
mundo, su lengua, incluso a su padre, que fue asesinado. Simone de Beauvoir nació siendo
una niña rica y heredera de una estirpe de banqueros, pero poco después la familia quebró y
se fueron a malvivir pobremente en un cuchitril. Vargas Llosa perdió su lugar de príncipe
de la casa cuando el padre, al que él creía muerto, regresó a imponer su violenta y represiva
autoridad. Joseph Conrad, hijo de un noble polaco revolucionario y nacionalista, fue
deportado a los seis años con su familia a un pueblecito mísero del norte de Rusia, en
condiciones tan duras que la madre, enferma de tuberculosis, murió a los pocos meses;
Conrad siguió viviendo en el destierro con el padre, que también estaba tuberculoso y
además muy desesperado (“más que un hombre enfermo era un hombre vencido”, escribió
el novelista en sus memorias); al cabo el padre falleció, con lo que Conrad, que para
entonces contaba tan sólo 11 años, cerró el círculo de fuego del sufrimiento y de la
pérdida. Quiero creer que aquel dolor enorme por lo menos contribuyó a crear a un escritor
inmenso.
Podría citar a muchísimos más, pero nombraré tan sólo a Rudyard Kipling, que
disfrutó de una edénica infancia en la India (tan idealizada como la niñez de los escritores
rusos, pero con sirvientes enturbantados en vez de bondadosos mujiks) y que se vio
lanzado, a los seis años, a la pesadilla de un horrible internado en la oscura y húmeda
Inglaterra. Aunque en realidad no era un internado, sino una pensión en la que sus padres le
depositaron, al cuidado de una familia que resultó ser feroz. “Lo de aquella casa era tortura
fría y calculada, al propio tiempo que religiosa y científica. Sin embargo me hizo fijar la
atención en las mentiras que, al poco tiempo, me fue necesario decir: ése es, según
presumo, el fundamento de mis esfuerzos literarios”, dice el propio Kipling en su
autobiografía Algo sobre mí mismo, consciente del íntimo nexo que esa experiencia
guardaba con su narrativa. Él lo explicaba como culminación de una estrategia defensiva; a
mí, en cambio, me parece que lo sustancial es que todos esos novelistas que han creído
perder en algún momento el paraíso escriben –escribimos— para intentar recuperarlo, para
restituir aquello que se ha ido, para luchar contra la decadencia y el fin inexorable de las
cosas. “Del dolor de perder nace la obra”, dice el psicólogo Pierre Brenot en su libro Genio
y locura.
Hablar de literatura, pues, es hablar de la vida; de la vida propia y de la de los otros,
de la felicidad y del dolor. Y es también hablar del amor, porque la pasión es el mayor
invento de nuestras existencias inventadas, la sombra de una sombra, el durmiente que
sueña que está soñando. Y al fondo de todo, más allá de nuestras fantasmagorías y nuestros
delirios, momentáneamente contenida por este puñado de palabras como el dique de arena
de un niño contiene las olas en la playa, asoma la Muerte, tan real, enseñando sus orejas
amarillas.
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